¡Pónganse en camino!

Isaías 66, 10-14c; Sal 65, 1-3a. 4-5. 6-7a. 16 y 20; Gálatas 6, 14-18; Lucas 10, 1-12. 17-20

Desde el domingo pasado leemos en el evangelio de san Lucas una nueva etapa en el ministerio público de Jesús. Deja Galilea y emprende decidido el viaje hacia Jerusalén. Vive una maduración en el proceso de asumir radicalmente su tarea de Enviado, Mesías y Salvador.

La primera lectura del libro de Isaías nos habla de una restauración de Jerusalén, después del luto que implica un designio de catástrofe y de muerte. Dios mismo, bajo la fuerza de Jerusalén como madre que da a luz un pueblo nuevo, se compromete a traer la paz, la justicia y, especialmente el amor, como la forma de engendrar ese pueblo nuevo.

Pero esa Jerusalén no existe, hay que crearla en todas partes, allí donde cada comunidad sea capaz de sentir la acción liberadora del proyecto divino. El profeta desconocido para nosotros (la lectura de hoy pertenece al tercer Isaías, alguien de la escuela que dejó el gran profeta y maestro del siglos VIII), siente lo más íntimo de Dios y así quiere animar a la comunidad post-exílica para crear una Jerusalén nueva.

La segunda lectura viene a ser el colofón a la carta más polémica de San Pablo. Una polémica que se hace en nombre de la cruz de Cristo, por la que hemos ganado la libertad cristiana, como se ponía de manifiesto el domingo pasado. Pablo se despacha ahora, con su propia mano, para firmar la carta con una verdadera “periautología”, una confidencia personal de su vida, de su amor por Cristo y por lo que le ha llevado a ser apóstol de los paganos.

Los cristianos debemos “gloriarnos” en esa cruz, que no es la cruz del “sacrificio” sin sentido, sino el patíbulo del amor consumado. Allí es donde los hombres de este mundo han condenado al Señor, y allí se revela más que en ninguna otra cosa ese amor de Dios y de Jesús.

La cruz se hace evangelio, se hace buena noticia, se hace agradable noticia, porque en ella triunfa el amor sobre el odio, la libertad sobre las esclavitudes de la Ley y de los intereses del este mundo; en ella reina la armonía del amor que todo lo entrega, que todo lo tolera, que todo lo excusa, que todo lo pasa. Pablo, pues, habla desde lo que significa la cruz como fuerza de amor y de perdón.

El evangelio (Lucas 10,1ss) es todo un programa simbólico de aquello que les espera a los seguidores de Jesús: ir por pueblos, aldeas y ciudades para anunciar el evangelio. Lucas ha querido adelantar aquí lo que será la misión de la Iglesia.

El número de enviados (70 ó 72) es toda una magnitud incontable, un número que expresa plenitud, porque todos los cristianos están llamados a evangelizar. Se recurre a Num 11,24-30, los setenta ancianos de Israel que ayudan a Moisés con el don del Espíritu; o también a la lista de Gn 10 sobre los pueblos de la tierra. Advirtamos que no se trata de la misión de los Doce, sino de otros muchos (72). Lo que se describe en Lc 10,1 es propio de su redacción; la intencionalidad es poner de manifiesto que toda la comunidad, todos los cristianos deben ser evangelizadores.

El evangelio nos libera, nos salva personalmente; por eso nos obligamos a anunciarlo a nuestros hermanos, como clave de solidaridad.

Les hace ver que el seguimiento les traerá riesgos y conflictos. Cuando se trata de evangelizar cobra mayor sentido la radicalidad que les exige. Solo quien se desprende de viejos intereses, de valores y de segurida­des humanas, podrá anunciar que el Reino de Dios ya está aquí.

El contenido del mensaje es la paz y el anuncio de que está cerca el Reino de Dios. La paz es la primera señal del Reino. No sería auténtica si no la acompañan valores sociales como la justicia, la solidaridad, la fraternidad. Pero nunca la lograremos en los ámbitos sociales y políticos si no la construimos antes en nuestras relaciones con las demás personas, con Dios, con uno mismo, con el entorno natural que nos rodea.

Lo fundamental es transmitir nuestra experiencia de Jesús de Nazaret. Requiere conversión de vida y disposición radical para escuchar su palabra y anunciarla con valentía. Deben brillar más la fuerza de la oración y de la cruz, de la palabra y del testimonio, que la riqueza de medios. Es decir, deben brillar los valores esenciales del Evangelio.

Evangélica es la oración («rogad, pues, al dueño de la mies…»). Evangélica es la desinstalación, que produce dis­ponibilidad y dinamismo («Poneos en camino… y no saludéis a nadie por el camino…», «No llevéis bolsa, ni alforja, ni sanda­lias…»). Evangélico es el valor y el riesgo de quien busca construir el Reino y no su prestigio o su bienestar personal («Mirad que os envío como corderos en medio de lobos…», «Pero si entráis en una ciudad y no os reciben…»). Evangélica es la amistad, la aceptación amable de lo poco que puedan ofrecer los evangelizados («Quedaos en la misma casa, comiendo y bebiendo de lo que tengan…», «No andéis cambiando de casa en casa»). Y evangélico es también un respeto a la libertad de todos, escuchen o no el mensaje que se les lleva (sacudirse el polvo de los pies).

Aún hay algo más. Al evangelizar, lo fundamental es la fidelidad de los evangelizadores, no el éxito que obtengan («Estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo»). Tengamos éxito en la misión o fracaso, la última palabra es de Dios.

Bendecido domingo.