En el marco de este tiempo de la Navidad, la Iglesia nos regala la Solemnidad de la Epifanía del Señor; una invitación para contemplar de nuevo al niño de Belén y descubrir en su sencillez de niño la manifestación de Dios que viene a salvarnos.
Bien lo había profetizado Isaías cuando mirando a lo lejos dijo: “Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado; lleva sobre sus hombros el principado. Y se llamará Admirable consejero, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de Paz”.
En Jesús, el niño nacido en Belén, Dios ha salido definitivamente de su lejanía para hacerse completamente cercano a los hombres. Ya no es sólo el Dios que se manifiesta en su creación o por medio de mensajeros escogidos por Él y que recibían sus revelaciones; ahora Dios se ha manifestado en la humildad de nuestra carne para pronunciar una palabra definitiva sobre nuestra historia; ahora, más que nunca, podemos experimentar al Emmanuel, al Dios-con-nosotros.
Ese es justamente el mensaje que quiere darnos el Evangelio que hemos escuchado, con la figura de los magos de Oriente que guiados por la luz de la estrella han llegado hasta los pies del niño de Belén y se han postrado para adorarle.
Se trata de una escena con un trasfondo muy especial: los magos de oriente hacen parte de los pueblos paganos que en la visión de Israel están por fuera de la salvación; pero una estrella los ha guiado al portal y han reconocido primero que muchos en Israel la salvación que ha traído el niño de Belén.
San Pablo, en la segunda lectura que hemos escuchado ha sintetizado muy bien lo que esto significa, cuando nos ha dicho: “también los gentiles participan de la misma herencia, son miembros del mismo cuerpo y partícipes de la misma promesa en Jesucristo”; mostrando con ello como en Jesús, la Gloria de Dios se ha manifestado no solamente para algunos en particular, sino que se trata de una llamada universal a la salvación.
Esto era lo que Isaías en la primera lectura que hemos escuchado nos presentaba: todos los pueblos se reunirían para adorar al Señor en Jerusalén, conformando así un único pueblo: la gran familia de Dios reunida en su nombre.
Esta profecía se cumplirá definitivamente en la Iglesia, el nuevo pueblo de Dios, reunido desde todos los puntos cardinales, como la multitud de los que aman al Señor. La Iglesia es por excelencia entonces el lugar de la manifestación de Dios, donde todos los hombres pueden acercarse para experimentarlo y para encontrarse con Él. La Iglesia es una gran epifanía donde Dios se sigue haciendo presente en el mundo para colmarlo con su luz.
Fijémonos como Isaías insistía precisamente en esa imagen de la luz al comienzo de la lectura que hemos escuchado: “Levántate y resplandece, Jerusalén, porque ha llegado tu luz, y la gloria del Señor alborea sobre ti. Mira: las tinieblas cubren la tierra y espesa niebla envuelve a los pueblos; pero sobre ti resplandece el Señor”.
Es un anuncio cargado de esperanza que el profeta lanza en uno de los momentos más difíciles de la vida del pueblo de Israel: inician el camino de retorno a su tierra luego del largo y penoso destierro en Babilonia, tienen el templo y la ciudad de Jerusalén destruidos, y caminan con la zozobra y la incertidumbre del futuro.
Pero entonces Dios se manifiesta por medio del profeta y los invita a no temer; al contrario, Dios mismo será la luz que los ilumine, que los guíe; y teniendo la luz del Señor en medio, todo el proceso de reconstrucción de la vida del pueblo será más fácil.
También para nosotros el Señor quiere ser luz; también en medio de las tinieblas y oscuridades que rodean nuestra vida y que envuelven nuestro mundo el Señor quiere ser nuestra luz y nuestra salvación; para ello sólo basta con que queramos acogerlo realmente en nuestra vida y en nuestro corazón, y entonces Él será nuestra luz y nuestra salvación.
Esta solemnidad de la Epifanía nos recuerda justamente eso, que ya el sol que nace de lo alto brilla en la sencillez de un pesebre; Él es la luz del mundo, que ha venido a traer claridad a los corazones que viven envueltos en las sombras de la muerte; pero nosotros debemos abrir nuestra vida para acoger su salvación, pues como nos dice el prólogo de San Juan: “las tinieblas no lo recibieron”.
Experimentemos este día el gozo y la alegría de que la estrella de nuestra fe nos halla guiado un día hasta la Iglesia y nos haya permitido encontrarnos con aquel que es la Luz del mundo, aquel que es nuestra salvación. Y pidámosle que su luz no se apague nunca en nuestros corazones para que así, caminando de su mano, podamos llegar a contemplar cara a cara, la hermosura de su gloria en Cielo.