La fe del pueblo de Israel tenía dos pilares fundamentales sobre los que se asentaba: la ley y el templo.
Como hemos escuchado hoy en la primera lectura, la ley había sido entregada por Dios al pueblo, luego de salir de Egipto, y como una señal de la alianza de Dios con Israel y que se sintetiza en esas palabras: “Ustedes serán mi pueblo y yo seré su Dios”. Pues si Israel es el Pueblo de Dios, deberá responder siempre al amor y la misericordia con las que Dios los ha elegido, guardando fidelidad a la alianza expresada en los mandamientos.
Los mandamientos no son entonces unas simples imposiciones que atacan la libertad del hombre, ni son una carga; son por el contrario un camino de vida que Dios propone a Israel, para que cumpliéndolos, pueda alcanzar la felicidad.
El templo por su parte, desde la época de su construcción en tiempos del rey Salomón, era la señal de la presencia de Dios en medio del pueblo, y era el lugar al que el Israelita piadoso podía acudir para levantar su oración y entrar en contacto con el Señor.
Sin embargo, con el tiempo, estas dos instituciones se fueron deformando, dejando de ser caminos de encuentro con el Señor. El mismo Jesús debe criticar muchas veces a los que ponen la ley por encima del hombre, convirtiéndola en una pesada carga; y lo mismo debe hacer en el caso del templo, que como escuchamos en el Evangelio de hoy, había dejado de ser el lugar de lo sagrado, para convertirse en un mercado, “cueva de bandidos” como lo llama el Señor. Esto nos muestra cómo cuando el pueblo aparta su corazón de Dios, comienza a vivir una religión vacía y estéril, como esa que tantas veces denunciaron los profetas
Por eso, el mensaje central de la Liturgia de la Palabra este día, es una gran motivación para que nosotros revisemos desde la sinceridad de nuestro corazón nuestra relación con Dios.
Jesús nos ha enseñado que la síntesis del estilo de vida del cristiano, está en el amor a Dios y al prójimo que son el resumen de toda la ley y los mandamientos de Dios.
El amor a Dios que debe manifestarse en una vida de oración y de intimidad con aquel que sabemos nos ama; pero cuántas veces nos pasa que descuidamos nuestra oración y que nos olvidamos con gran facilidad de Dios, recurriendo a Él sólo en momentos de dolor o de necesidad. Amor a Dios que debe manifestarse en la participación alegre de los Sacramentos, especialmente de la Eucaristía; pero cuántas veces venimos a ella solamente movidos por el deseo de cumplimiento, mientras estamos distraídos y afanados y abrimos nuestros oídos ni nuestro corazón para dejarnos interpelar por la Palabra del Señor. Amor a Dios que se traduce en el respeto por su casa que es casa de oración; pero cuántas veces nos pasa a nosotros que hacemos del templo un lugar cualquiera, sin darle el respeto que se merece y que va desde nuestra forma de vestir hasta nuestra disposición interior para encontrarnos con el Señor que está presente en esta casa.
Pero también el amor a los hermanos, que es la señal auténtica de nuestra fe y el reflejo de nuestra experiencia de Dios. Por eso es escandaloso ver que entre nosotros hayan tantos pobres que no tengan nada que comer, o que hayan tantos sufriendo por odios, violencias y rencores. Recordemos la constante invitación del Señor por boca de los profetas: “misericordia quiero y no sacrificios”, pues el mejor culto que podemos tributarle al Señor es una vida justa y honrada, llena de amor a los demás.
La imagen de Jesús que purifica el templo, nos revela la gloria del Hijo de Dios, así como su profunda pasión y empeño por las cosas de su padre; pero es además una invitación a que nosotros comencemos a purificar nuestra vida y especialmente a que mirando nuestra relación con Dios, descubramos si en realidad estamos dando un culto espiritual a Dios.
San Pablo nos invitaba hoy a mirar la cruz, para descubrir en ella toda la fuerza y la sabiduría de Dios que se entrega por nosotros; pues así mismo, mirando a Jesús crucificado y descubriendo en Él la victima de amor, el cordero que se ofrece en sacrificio para nuestra salvación, así mismo nosotros debemos hacer aquello que nos dice San Pablo: “ofrecer a Dios nuestros cuerpos como hostias vivas, santas y agradables a Dios”, y esto lo hacemos en la medida en que vivamos el amor a Dios y a los hermanos que sintetizan la ley y los profetas.
Si así lo hacemos este será, como dice el mismo San Pablo, nuestro culto razonable, una ofrenda de suave olor que llegará hasta el altar del cielo y que Dios aceptará con alegría.