Hemos escuchado en la primera lectura que se nos ha proclamado en la Liturgia de la Palabra de este domingo, uno de los episodios más emblemáticos de todo el Antiguo Testamento: la predicación de Jonás en Nínive que suscita la conversión del pueblo y el perdón del Señor.
La ciudad de Nínive fue la gran capital del imperio asirio, que en su momento de mayor esplendor logró expandirse y someter incluso al pueblo judío, siendo una gran potencia política y militar. El pueblo de Israel siempre miró con recelo a este pueblo, por considerarlo como opresor, y por eso no ahorraba calificativos para referirse a los ninivitas como hombres malvados y alejados del Señor.
Sin embargo, el libro del profeta Jonás nos revela que a pesar de que Nínive fuera una ciudad contaminada con los vicios de la corrupción del poder y del dinero, Dios tenía reservado para ellos un plan de salvación que se cumple por medio de la predicación de Jonás, quien entra en la ciudad proclamando la inminente destrucción de Nínive a causa de sus múltiples pecados.
Pero la respuesta que encuentra su mensaje es sorprendente, apenas después de un día, recibe la acogida de los jefes del pueblo que junto con sus súbditos inician un camino de conversión y de retorno al Señor que permitirá que en definitiva Nínive, la gran ciudad no sea devastada por la mano del Señor.
Pero el relato de Jonás y su predicación, más allá de ser una historia fascinante, tiene en su trasfondo un elemento que es sumamente importante: se trata de la revelación del rostro de Dios que se presenta como el Dios de la justicia, pero sobre todo de la misericordia, un Dios que está dispuesto a perdonar incluso a los imperdonables e impíos ninivitas.
Este rostro de Dios como Padre misericordioso será el mismo que nos revele en su forma plena la persona de Jesús, cuando por medio de sus signos, milagros, palabras y gestos demuestre que Dios quiere salvar a su pueblo de su pecado.
Recordemos nada más cómo hace ocho días la liturgia de la Palabra nos invitaba a vivir un encuentro personal con Jesucristo, que ha venido al mundo como Cordero de Dios; es decir, como salvador.
Pero nadie que haya experimentado ese encuentro personal con el Señor podrá seguir viviendo igual que antes. El fruto necesario del encuentro con el Señor tiene que ser el inicio de un proceso serio de conversión que nos permita vivir de cara a Él y lograr así que su imagen se vaya formando en nosotros.
Por eso, cuando en el Evangelio de hoy leemos el comienzo de la predicación de Jesús tal y como nos lo narra San Marcos, nos hemos encontrado con esas palabras que tendrán eco en todo el Evangelio: “Se ha cumplido el tiempo, el Reinado de Dios está cerca. Convertíos y creed en el Evangelio”.
Se trata de un llamado radical que hace el Señor Jesús a que descubramos que con su llegada al mundo, Dios ha abierto un tiempo nuevo, una oportunidad nueva de salvación que consiste en acoger a Dios en el centro de la vida y del corazón y permitirle que dirija nuestra por caminos de justicia y de rectitud; y por eso lo único que exige del hombre es el deseo profundo de la conversión, que no consiste simplemente en el abandono del pecado, sino que es una invitación a vivir un verdadero cambio de mentalidad que nos lleve a poner toda nuestra vida al servicio del proyecto de Dios y a creer en Él, a apasionarnos por Él, de tal manera que permitamos que el Reino de Dios sea ya una realidad en nosotros.
El Evangelio de hoy nos muestra que el camino del cristiano, discípulo de Jesús, es siempre un proceso de conversión constante. No debemos pensar nunca que estamos convertidos definitivamente, sino que debemos ir dando pasos progresivos en nuestra vida que nos permitan identificarnos cada vez más con el ideal que nos propone el Señor Jesús en el Evangelio.
Uno cómo cristiano debería empeñarse siempre en ser mejor, porque es verdad que quien ha dejado que Jesús pase por su vida y toque su corazón, no podrá vivir nunca más en situaciones de injusticia, de mentira, de opresión; sino que amparado por la fuerza del Evangelio transformará estas realidades con la fuerza de la gracia y del amor. Es lo que nos muestran los primeros discípulos, llamados a ser pescadores de hombres: es imposible experimentar a Jesús y seguir viviendo igual que antes.
Es interesante que el Evangelio de hoy no nos dice nada sobre la vida de estos hombres, más allá del hecho de que eran pescadores. No sabemos nada de cómo vivían antes, pero sí sabemos cómo vivirán después: encarnando en su vida el proyecto del Evangelio, construyendo por doquier el Reinado de Dios, sin importar que tuvieran que entregar su vida.
También a nosotros hoy el Evangelio nos llama a entrar por este camino de conversión; como a los ninivitas Dios nos regala hoy en su Palabra una llamada de atención para que miremos nuestra vida, nuestros pecados y nuestra lejanía de Dios, pero también para que descubramos que Dios como Padre de misericordia nos regala una nueva oportunidad para ser mejores, para enderezar el camino, para convertirnos en verdaderos agentes constructores de su Reino.
Para ello sólo se necesita tener un espíritu dócil y humilde, capaz de reconocer delante de Dios sus limitaciones, pero dispuesto a entregarlo todo para que haciendo realidad el reinado de Dios, se puedan comenzar a construir los cielos nuevos y la tierra nueva, donde Dios sea todo en todos.