La liturgia de la Palabra de este Domingo, comienza por poner ante nuestros ojos la realidad del pecado y sus consecuencias.

La primera lectura, tomada del segundo libro de las crónicas, nos ha narrado justamente como el pueblo de Israel, ese pueblo elegido y amado por Dios, comenzó a separarse del Señor, buscando seguir sus propios caprichos y deseos, a tal punto que terminaron por olvidarse por completo de Dios y fue entonces cuando vino sobre ellos la desgracia.

Se trata de un relato que nos habla acerca de lo que es el pecado del hombre, que ante todo debe ser entendido como una traición al amor. Si el pueblo había descubierto y experimentado el amor providente de Dios que había estado con ellos, que los había acompañado, que los había liberado de la esclavitud, lo mínimo que podía hacer el pueblo era mantenerse fiel al Dios que había hecho alianza con ellos; y sin embargo, se alejaron de Él y traicionaron el amor con el que Dios los había amado.

El profeta Oseas utiliza una imagen para describir esta dolorosa situación en la vida del pueblo: el compara al pueblo con una prostituta, que ha cambiado el amor de su esposo de quien todo lo recibía, para irse tras sus amantes que lo único que hacen es saquearla y descubrir sus vergüenzas.

Toda esta situación de pecado, llevó al pueblo de Israel a experimentar uno de los momentos más dolorosos de su historia cuando fueron llevados cautivos a Babilonia. Israel, como el hijo menor de la parábola que nos cuenta Jesús, quiso hacer su vida lejos del Señor y se fue a tierras extranjeras a buscar lo que en la casa de su Padre tenía de sobra; y justamente por eso terminó cuidando cerdos, revolcándose en el lodo de su pecado.

Si ese fuera el final de la historia seríamos los seres más desdichados y sin esperanza, pues estaríamos condenados a vivir para siempre envueltos en nuestro pecado y dominados por él. 

Pero Dios en su designio de amor lo había dispuesto de otra manera, y a pesar de las infidelidades de los hombres, a pesar de sus pecados y de su ingratitud, Él siempre fue fiel a la alianza, y viendo a su pueblo sufrir a causa de su pecado, no dudó en ofrecerles de nuevo otra oportunidad.

Así nos lo ha dicho San Pablo en la segunda lectura que hemos escuchado: “La misericordia y el amor de Dios son muy grandes; pues aunque estábamos muertos por nuestros pecados, Dios nos ha regalado una vida nueva con Cristo y en Cristo”.

Y así como Israel en el destierro experimentó la presencia de Dios con el edicto de Ciro que les permitía retornar a su tierra y recuperar su vida, así también nosotros en Cristo hemos experimentado la mano salvadora de Dios que se ha tendido sobre nuestra miseria y sobre nuestro pecado y nos ha levantado para regalarnos una vida nueva.

El Evangelio de hoy comenzaba justamente recordándonos que “Así como Moisés levantó la serpiente en el desierto; así tiene que ser levantado el Hijo del hombre para ser causa de salvación para el que lo acoja con fe”.

Esto nos recuerda aquel momento en que Israel, estando en la travesía del desierto habló contra el Señor y se reveló contra Moisés y por eso tuvieron que experimentar una plaga de serpientes que les quitaban la vida; pero Dios en su misericordia les concedió una tabla de salvación: un estandarte de una serpiente hecha por Moisés que devolvía la salud al que era mordido por una serpiente, con sólo mirarla.

Lo mismo Dios, en esta etapa final de la historia, por el puro amor que nos tiene “nos entregó a su único Hijo”, para ser clavado en la cruz, de modo que se convirtiera en instrumento de vida y salvación para todos los que crean en Él y que alcanzarán vida eterna.

En estos días de Cuaresma, en los que la Iglesia nos invita de modo especial a revisar nuestra vida, nosotros tendíamos que comenzar por hacer un profundo examen de conciencia que nos ayude a reconocer nuestra realidad pecadora, nuestra humanidad frágil y necesitada de Dios, que nos ayude a encontrarnos cara a cara con nuestras infidelidades y nuestras ingratitudes; pero no para quedarnos en una contemplación angustiosa de ellas, sino para pensar que Dios quiere regalarnos una nueva oportunidad, que Dios por medio de su Hijo elevado en la cruz nos está abriendo los brazos para recibirnos como al hijo pródigo con el abrazo del amor y acogernos de nuevo en su casa.

No podemos contentarnos con vivir en el pecado, no podemos contentarnos con vivir lejos de Dios; la Liturgia de la Palabra de este día nos grita al corazón que otra vida es posible, porque el amor y la misericordia de Dios la hacen posible.

Que acojamos en nuestro corazón esta invitación del Señor a entrar por el camino de la conversión, del cambio de vida, para que así podamos experimentar el gozo de la salvación que Dios nos regala en Jesús, la incomparable riqueza de su gracia y el derroche de su bondad para con nosotros.