Celebramos con gran alegría la Solemnidad del nacimiento del Señor, y por eso resuenan con especial afecto esas palabras del Evangelista San Juan que escuchamos en el Evangelio: “Y la Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria”.

En la sencillez del pesebre, rodeado sólo por unos humildes pastores y en medio de los animales que pasaban resguardados la noche, la Virgen ha dado a luz al Hijo de Dios: la luz de la divinidad ha iluminado la oscuridad del portal de Belén y en la belleza y ternura del niño recién nacido contemplamos toda la gloria de Dios.

“El cielo en un portal”, dice un antiguo villancico, sintetizando el misterio de este día: misterio de paz y de luz, misterio de gozo como lo contemplamos en el Rosario.

Es a ese niño al que Isaías cantaba lleno de entusiasmo y esperanza: ¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae la Buena Nueva, que pregona la victoria”, como leemos en la primera lectura de la Eucaristía del día de Navidad.

Pero ¿cuál es esa Buena Noticia que nos trae el niño de Belén?

Se trata según el profeta Isaías de una noticia de consuelo y de liberación para su pueblo, del anuncio del Reinado de Dios que viene a transformar para siempre la vida de los hombres.

Es lo mismo que San Juan nos presenta en el prólogo de su Evangelio cuando nos ha dicho: “En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres”; mostrándonos con ello que la misión del Mesías esperado que se ha hecho carne es dar la vida verdadera, la vida plena, la vida feliz a todos los que con un corazón sencillo se deciden a acogerla.

Jesús es la Palabra de Vida, que ha sido pronunciada por Dios en esta etapa final, como nos ha dicho el Sermón a los Hebreos, para que todos los que se quieran acercar a Él puedan recibir vida y vida abundante.

Pero el Evangelio nos ha hecho caer en cuenta que hay algunos que no han querido recibir esta Palabra de vida, que hay algunos que se han cerrado a la acción de su gracia.

Y el motivo nos lo explica el mismo Evangelio cuando nos dice: “La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió”. Es que Jesús no es una Palabra que quien la escuche pueda permanecer igual; al contrario, el Evangelio que Él nos ha venido a traer, ese Evangelio de paz que proclamaron los ángeles en la noche de navidad, exige del hombre una respuesta seria en su vida, exige un compromiso radical.

El Evangelio de Jesucristo no puede vivir en un corazón donde a la par haya odios, resentimientos, falsedades, pereza, pecado. Así como la luz echa fuera las tinieblas, así el Evangelio para poder realizar su obra, necesita sacar del corazón todo aquello que sea oscuridad.

Pero hay muchos que se han acostumbrado a vivir en las tinieblas, hay muchos que prefieren cerrar sus ojos para o ver la luz y tapar sus oídos para no escuchar la Palabra que se ha hecho carne para comunicar la vida de Dios a cuantos la acogen en su corazón.

Que no nos pase a nosotros lo mismo; que la celebración de esta Navidad no sea para nosotros un simple recuerdo tierno de los acontecimientos de Belén, y terminemos repitiendo la historia de aquellos que en su ciudad cerraron las puertas al Mesías, que debió nacer en un pesebre porque no había lugar para Él en la posada.

Al contrario, nosotros abramos de par en par nuestra vida, y dejemos que su Palabra nos interrogue, que nos cuestione, que nos desacomode de nuestras aparentes seguridades y dejemos que su luz nos ilumine, para que echando fuera las tinieblas podamos contemplar la gloria de Dios, a la que Él nos quiere invitar a participar, pues “a los que la acogieron les dio el ser hijos de Dios”.

No seamos sordos al llanto del niño de Belén, que sólo pide de nosotros un oído dispuesto y un corazón abierto para acoger su Palabra; y que recibiéndolo en nuestra vida, podamos gozar de la Vida verdadera que Él nos trae, y podamos gozar del consuelo y la liberación que Él ha venido a traernos.

Navidad es tiempo para escuchar a Dios y dejar que hable a nuestro corazón, que hable de corazón a corazón, para que experimentándolo presente en nuestra vida, podamos tener vida y vida abundante, esa que sólo nos regala aquel que se hizo hombre para llevar a los hombres hasta Dios.