HECHOS 1,1-11; SALMO 46; EFESIOS 4, 1-13; MARCOS 16, 15-20
“El Señor asciende entre aclamaciones”, esta frase que repetíamos en el Salmo responsorial, es toda una profesión de fe, que sintetiza el misterio que la Iglesia celebra este día: la Solemnidad de la Ascensión del Señor.
Hemos estado celebrando este tiempo de Pascua, en el que hemos hecho memoria de la Resurrección del Señor Jesús, levantado por el poder de Dios Padre de entre los muertos, y que durante cuarenta días se apareció a sus discípulos, mostrándoles que estaba vivo. Pero al cumplirse el tiempo el Señor Jesús subió al cielo, sentándose a la diestra de Dios Padre, como rezamos en el credo.
Esta fiesta de la Ascensión es la exaltación definitiva de Cristo, constituido por Dios como Señor de vivos y muertos; es el “sí” definitivo que el Padre ha dado a la obra salvadora de su Hijo, que ha llegado a su culmen con la Resurrección de Cristo; es el día en que Cristo, según la expresión de la carta a los Hebreos, ha penetrado en el santuario del Cielo, abriendo para nosotros las puertas de la gloria.
Precisamente por eso, la carta a los Efesios que hemos leído en la segunda lectura, nos ha dicho: “Le pido a Dios Padre que les ilumine la mente para que comprendan cuál es la esperanza a la que han sido llamados, cuán gloriosa y rica es la herencia que Dios da a los que son suyos y cuál la extraordinaria grandeza de su poder para con nosotros, los que confiamos en él, por la eficacia de su fuerza poderosa”.
Ese es el sentido más profundo de la fiesta que estamos celebrando; la Ascensión del Señor no es sólo la memoria de la glorificación de Cristo, sino que es la fiesta de la esperanza: Cristo ha entrado en el santuario del cielo como primicia de los resucitados, y con su ascensión, ha abierto para nosotros las puertas de la esperanza, pues por la fe creemos que allí donde Él ha llegado, llegaremos también nosotros.
La Ascensión es un día para levantar la cabeza al cielo con los ojos brillando en esperanza: El Señor Jesús se ha ido a prepararnos un lugar en la casa del cielo, junto a Dios. Es un día que nos recuerda nuestra condición de Iglesia peregrina, que va hacia el cielo, sabiendo que como lo hemos cantado muchas veces: nuestro destino no se halla aquí, la meta está en lo eterno, nuestra patria es el Cielo.
No en vano el apóstol San Pablo, en su carta a los colosenses que escuchamos el día de la Pascua, sintetizaba de forma maravillosa lo que debe significar
para nosotros esta experiencia: “Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios”.
Y es que la Ascensión del Señor no puede ser para nosotros algo ajeno a nuestra vida, a nuestra realidad, no puede ser solamente una fiesta pasajera; la Ascensión de Cristo al Cielo debe ser para nosotros un salto, una mutación, una transformación en nuestra vida: no vivimos ya para el mundo, en Cristo resucitado vivimos para Dios y vivimos en Dios.
Y si esto es así, entonces no podemos menos que buscar los bienes de arriba, es decir, vivir de tal manera que en nuestra vida cotidiana se manifieste que nosotros también hemos resucitado con Cristo a una vida nueva.
Y buscar los bienes de arriba no significa vivir lejos del mundo, o renunciar a vivir en el mundo; buscar los bienes de arriba, significa transformar nuestra vida y nuestras relaciones, de tal manera que todo lo que hagamos, demuestre que somos hombres resucitados, que todo lo que hagamos sea anticipo de lo que viviremos en el cielo.
“Esa es la esperanza a la que hemos sido llamados”, como nos decía hoy la segunda lectura; una esperanza activa, capaz de transformarse en semilla de un mundo nuevo, capaz de ser fuerza transformadora, sabiendo que un verdadero cristiano es aquel que con sus actitudes cotidianas construye el cielo desde la tierra.
Es por eso que el Evangelio de San Marcos que hemos escuchado, nos recordaba ese último encargo del Señor Resucitado a los discípulos, antes de subir al Cielo: Ir a todas las naciones, a llevar la Buena noticia del Evangelio, es decir, a comunicar con gozo el mensaje de esperanza y salvación que nosotros hemos recibido, y a invitar a los hombres a asumir la aventura de la fe como discípulos del Señor.
Es la tarea que la Iglesia no ha dejado de hacer en todos estos dos mil años de historia, movida siempre por la fuerza del Espíritu, que es la promesa cumplida del Señor, como celebraremos el próximo domingo al conmemorar el don del Espíritu.
Es la tarea que tenemos que hacer también nosotros, cada uno en su hogar, en su lugar de trabajo, de estudio, en su vida cotidiana debe anunciar a los demás la alegría de haberse encontrado con el Señor, la alegría de haber experimentado su amor y su misericordia. El mundo de hoy necesita discípulos misioneros que anuncien con valentía la Buena Nueva de la Salvación, que con su mensaje llenen de esperanza la vida de aquellos que pareciera ya no tienen razones para creer ni motivos para esperar.
Por eso, pidamos al Señor que Él desde el cielo, interceda por nosotros ante el Padre, que renueve la presencia del Espíritu en nosotros, para que como Iglesia, como discípulos misioneros, podamos dar al mundo razón de la esperanza a la que hemos sido llamados.