Exodo 16, 2-4. 12-15; Sal 77, 3 y 4bc. 23-24. 25 y 54; Efesios 4, 17. 20-24; San Juan 6, 24-35
El pueblo de Israel, en su travesía del desierto hacia la libertad de la tierra prometida, experimentó múltiples incomodidades y se quejó amargamente de ellas. Ante las dificultades y la incertidumbre de su peregrinar por el desierto, el pueblo añora incluso las pobres seguridades que disfrutaba en su vida de de esclavitud. En realidad, no se quejan de Moisés, se quejan de Dios, y comienzan a dudar de sus promesas.
La primera lectura está tomada del libro del Éxodo, en la que se describe que el pueblo, tras su salida de Egipto, ya en el desierto, desesperado, protesta contra Moisés porque los ha llevado a una libertad que viene a ser para ellos una esclavitud mayor. Es lo que se conoce como las tentaciones del desierto, lo que va a ser proverbial en la tradición bíblica y en algunos salmos (v. g. Sal 94).
La segunda lectura de Efesios prosigue la parte exhortativa de la carta a los Efesios del domingo anterior. Es una exhortación ética en plena regla, pero desde la ética cristiana. Se han usado los criterios literarios propios de la época, incluso con un estilo retórico bien definido para resaltar los contrastes entre la vida cristiana y la vida mundana. Eso quiere decir que la ética humana es asumida plenamente en el cristianismo primitivo, pero con las connotaciones que el Espíritu de Jesucristo “acuña” en el corazón del cristiano, que le hace sentirse una persona nueva. Es decir, el autor, les convoca a vivir como personas nuevas, no como viven los paganos, que no tienen la experiencia del Espíritu por la que los cristianos están marcados.
El evangelio de Juan nos lleva de la mano hasta la ciudad de Cafarnaúm a donde Juan quiere traernos después de la multiplicación de los panes, cuando Jesús huye de los que quieren hacerle rey evitando un mesianismo político. Estamos, sin duda, ante un discurso que todavía es “sapiencial” para acabar siendo “eucarístico” a todos los efectos como reconocen los grandes intérpretes (Jn 6,53-58). Diríamos que en esta parte del discurso de Jn 6 se nos está hablando del “pan de la verdad”, que es la palabra de Jesús en oposición a la Ley como fuente de verdad y de vida para los judíos.
No obstante, desde una mirada más pedagógica los últimos domingos observamos a Jesús saliendo al encuentro de la multitud. En la narración de hoy la perspectiva cambia: es la multitud, saciada por él, la que sale en su busca. Si proyectamos esa escena en el tiempo, podemos imaginar en medio de aquella multitud a todos los que buscan a Dios en nuestros días.
Impresiona la relación que se establecia entre Jesús y la multitud: la fascinación, la mútua búsqueda. Pero a Jesús eso no le basta, quiere que esas gentes le conozcan para que un encuentro más profundo con él produzca cambios relevantes en sus vidas. Y les reta a cambiar de perspectiva, a superar el estrecho horizonte en el que viven para descubrir otras necesidades más profundas que laten en el corazón. Y ¿cómo no? también para saber más sobre su persona, interrogándose sobre los acontecimientos que están viviendo, no dando todo por descontado.
La multitud escucha el reto, pero no comprende bien el sentido de las palabras de Jesús: «¿qué hemos de hacer para llevar a cabo las obras de Dios?», le preguntan. Ellos entendían que se trataba de aumentar las obras piadosas que debían hacer para salvarse, según la orientación de los maestros de la ley mosaica: oraciones, ayunos, ritos….Jesús, en cambio, les sorprende diciendo que la obra de Dios no consiste en hacer más cosas, como a veces pensamos también nosotros. Jesús exige una sola cosa: creer en él, acogerlo como el enviado del Padre.
La fe en Cristo es el alimento que llena la vida de sentido y de sabor. Si entablamos una relación de amor y confianza con Cristo también podremos hacer «buenas obras» que huelan a Evangelio, para gloria de Dios y el bien de nuestros hermanos. La fe es gracia y don de Dios, pero también tarea y respuesta del creyente que tiene que reflejarse en su estilo de vida.
El Señor quiere enseñar al pueblo de Israel a contemplar su historia con ojos de fe. A que estén abiertos a las promesas y a las sorpresas de Dios. Pero con frecuencia el hombre prefiere aferrarse a sus pobres seguridades más bien que confiar en las promesas del Señor. Con el maná como anuncio profético de un alimento mucho más precioso, Dios asegura que siempre cumplirá sus promesas y que nunca defrauda a quien pone su confianza en él.
También a nosotros, como a la multitud que comió el pan milagroso, Jesús nos exhorta a ensanchar nuestro horizonte y procurar en primer lugar el pan que no perece, ese pan que Jesús identifica con su persona.
Cada vez que nos reunimos para celebrar la Eucaristía revivimos el bautismo que ha puesto en nuestro corazón la semilla del hombre nuevo, que no se sacia con el pan material, y menos aún con el alimento vulgar de pasiones engañosas, sino que se alimenta de toda palabra que sale de la boca de Dios.
Alimetándonos con ese pan de vida podremos emprender confiados la renovación de mente y espíritu, acogiendo la presencia y la inspiración del Espíritu para vivir de acuerdo con nuestra verdadera condición de hijos de Dios. De este modo aprenderemos a liberarnos de lo que nos aleja del humanismo pensado y querido por el Señor. Volveremos a recuperar un corazón y una mente abiertos y sensibles a las llamadas del bien, de la verdad, de la belleza.
¡Bendiciones para ti y los tuyos!