Este domingo Jesús nos invita a detenernos con el evangelista Lucas en esta parábola del fariseo y el publicano para que revisemos nuestra actitud y postura ante Dios, desterrando de nosotros toda soberbia y enaltecimiento, y prefiriendo siempre la humildad y la sencillez. Acogiéndonos siempre a la misericordia de Dios, que derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes.
El texto del Eclesiástico, o Sirácida, se enmarca originariamente en la descripción de la verdadera religión. Se pretende poner de manifiesto la relación estrecha que debe haber entre el culto y la vida moral. Por ello aparece, por una parte, la relación entre justicia y plegaria; de ahí que en primer lugar se hable de la rectitud y la justicia del Señor que se preocupa de los pobres y los débiles, de los humildes e indefensos. Y es después cuando se ensalza la plegaria perseverante de quien se siente pobre delante de Dios, de quien necesita de Él por encima de todas las cosas.
En la segunda lectura, con la que terminamos de leer las cartas de Pablo a Timoteo, observamos como ante la proximidad del final, Pablo observa el pasado y se siente feliz por todo el camino recorrido: “He combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe”. Sabiéndose un ganador por todo lo realizado y vivido espera el premio por parte de Dios: “me aguarda la corona merecida”. Reconoce que no es mérito suyo el ganar este premio, sino que el Señor es quien le ayudó y le dio fuerzas para anunciar su mensaje.
En el evangelio vemos como Jesús nos quiere hacer reflexionar sobre la oración con la parábola del fariseo y el publicano.
La religión del fariseo se fundamenta en una seguridad viciada y se hace monólogo de uno mismo. Es una patología subjetiva envuelta en el celofán de lo religioso desde donde ve a Dios y a los otros como uno quiere verlos y no como son en verdad. En realidad solamente se está viendo a sí mismo.
Por el contrario, el publicano tendrá un verdadero diálogo con Dios, un diálogo personal donde descubre su “necesidad” perentoria y donde Dios se deja descubrir desde lo mejor que ofrece al hombre. El fariseo, claramente, le está pasando factura a Dios. El publicano, por el contrario, pide humildemente a Dios su factura para pagarla. El fariseo no quiere pagar factura porque considera que ya lo ha hecho con los “diezmos y primicias” y ayunos, precisamente lo que Dios no tiene en cuenta o no necesita.
El fariseo, en vez de confrontarse con Dios y con él mismo, se confronta con el pecador; aquí hay un su vicio religioso radical. El pecador que está al fondo y no se atreve a levantar sus ojos, se confronta con Dios y consigo mismo y ahí está la explicación de por qué Jesús está más cerca de él que del fariseo.
El pecador ha sabido entender a Dios como misericordia y como bondad. El fariseo, por el contrario, nunca ha entendido a Dios humana y rectamente. Éste extrae de su propia justicia la razón de su salvación y de su felicidad; el publicano solamente se fía del amor y de la misericordia de Dios.
El fariseo, que no sabe encontrar a Dios, tampoco sabe encontrar a su prójimo porque nunca cambiará en sus juicios negativos sobre él. El publicano, por el contrario, no tiene nada contra el que se considera justo, porque ha encontrado en Dios muchas razones para pensar bien de todos.
El fariseo ha hecho del vicio virtud; el publicano ha hecho de la religión una necesidad de curación verdadera. Solamente dice una oración, en muy pocas palabras: “ten piedad de mí porque soy un pecador”. La retahíla de cosas que el fariseo pronuncia en su plegaria han dejado su oración en un vacío y son el reflejo de una religión que no une con Dios.
Fijándonos en nuestra vida, ¿Con quién nos asemejamos más: con el fariseo o con el publicano? Ojalá que un día se cumpla en nosotros aquello de que “el que se humilla será enaltecido” para poder ser transformados, bendecidos, justificados por Dios.
¡Bendecido domingo!